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La Torre de Marfil

Muchos entran en mi torre. Es sencillísimo. Las puertas son amplias y variadas. Verán, hay música dentro, estantes repletos de libros… hay pinturas fantásticas. Sería muy difícil que mis visitantes no encuentren algo que los encante. Un grabado en la pared, una tonada que les traiga recuerdos, un poema que los haga sentir confundidos o maravillados, o comprendidos. Es verdad, suelo ser una buena anfitrióna. Acercaré una silla por detrás de sus hombros, leeré con ustedes y me deleitaré en su propia maravilla. El hechizo de las piezas en la habitación es un vínculo nada despreciable. Me asombro cuando se asombran, y predeciré qué libro, qué melodía, qué cuadro, mostrar enseguida. No tendré ningún empacho en volver a recorrer la ruta hacia alguna belleza sólo por el placer de contemplar su asombro.

Es verdad que no hay cerraduras en mi torre. Pueden entrar cuando les plazca. He visto sus ojos abrirse a horizontes insospechados cuando penetran en mi torre y sus misterios. Me siento bien de ser el vehículo de la búsqueda que emprenden al entrar en la torre. Y sólo soy eso… el vehículo. No soy la maestra ni la guía. Al entrar inician su propio laberinto.

A veces, sólo a veces, suelo correr las cortinas de mi torre (ya he dicho que no hay cerraduras en ella). Digo a los músicos que toquen alto, tomo varios libros del estante y pido que me sirvan café caliente. Entonces, apagó también las antorchas exteriores e interiores. Me han dicho que mi torre es lúgubre también y que nadie entra si la señora no los invita. Se equivocan.

La señora de la torre sencillamente está cansada de salir de la torre. Se cansa, por ejemplo, de que no hay más torres como la suya para ir a visitar. Se cansa de que sus visitantes habituales deciden quedarse afuera. No saben, o no quieren saber, que todo lo que tendrían que hacer es acercarse. En más de una ocasión un huésped inesperado ha traspasado los cortinajes y ha entrado en mi habitación. Simplemente le sonrío. Enciendo las luces y pido más café. Ah, un visitante.

Pero parece que no ha sido este invierno una temporada para viajar, nadie ha venido en meses. Quizás la torre se vea más oscura estas fechas.

A veces, desde su cima, me gusta contemplar a las personas. Es curioso, pero tienen tiempo evitando no sólo venir a la torre, sino que incluso parecen no querer ni siquiera mirarla. Me he preocupado mucho estos días.

De noche, cuando los músicos se han retirado, los estantes de libros y los cuadros parecen consumidos. Consumidos por mis manos que los saben de memoria y por esa oscuridad que los ignora. De noche, parecen sólo eso, muebles sin sentido carcomidos por el olvido. Entonces pienso en los ausentes.

De pronto, duelen, y duelen tanto, que llamó a todos los músicos. Les pido que toquen una y otra vez mis melodías preferidas hasta que caiga rendida en el sueño. Noches como ésta se repiten una y otra vez.

Salgo poco de la torre, sólo lo esencial. Atisbo a los que me han visitado alguna vez, a los que dicen haber crecido a mi lado o enriquecido su mundo gracias a mí. Pero en sus ojos no veo nada. Siento sus miradas esquivas.

No ven que me caigo a pedazos.

—Malagradecidos— pienso. Y es un pensamiento poco reconfortante.

Siento que la miseria de la señora de la torre pasa entre ellos como un fantasma: enfría su atmósfera, sienten un escalofrío y… lo olvidan.

Vuelvo a mi torre, aparto los cortinajes con violencia, mostrándoles a todos que no está cerrada para nadie. Ahogo un grito de “¿qué les impiden venir?” por que la respuesta está frente a mí.

La torre fría y oscura. No es que no sea hermosa. No es que sea amenazadora o intimidante. Pero los estantes, los músicos tristes, el aroma a café… el pergamino de mis poemas. De pronto todo es tan claro y en sus miradas entiendo lo que ellos no quisieran reflejar. Lo entiendo como si me lo dijeran. ¡Yo los conozco, antiguos huéspedes que se han marchado! Me miran, y es piedad lo que les impide fijar en mí sus ojos. Sienten piedad por la señora de la torre.

—Mirad, ha vuelto a su torre, que es lo único que tiene. — Eso es… eso es lo que callan.

Entonces entro y el mundo se detiene. No hay luz, no hay sombras que se agiten. Sólo silencio. Los músicos me miran desde el rincón. Les pido que se marchen. El café está frío y lo arrojo lejos de mí. La oscuridad va absorbiendo la torre, sus muebles viejos e incómodos, sus libros malditos que hablan de un mundo que no nos pertenece, la armonía de la música se estrella con el caos que puebla mi corazón.

Y de pronto todo toma su exacta dimensión. Su dimensión de sucedáneo de vida.

No entiendo. No entiendo a mis huéspedes que se han marchado. No entiendo sus actos, su indiferencia, su terror. Sólo a medias comprendo su piedad.

Hoy. Mis queridos huéspedes me han abandonado. Y sin su asombro, sin la maravilla reflejada en sus ojos, mi torre se ve sin vida... Su cruel indiferencia al desmoronamiento de su anfitrióna es como un estilete envenenado.

Quisiera cerrar de una vez las puertas de la torre, amurallarla y dejarme consumir por el mismo olvido e ingratitud que todos los objetos que la inundan.

1 comentario

pera -

A la vez tienes razón pero a ala ves no, tienes razón, poreque aveces es mejor estar solo.
Pero a la vez no porque sin ninguna persona no puedes hacer nada ni siquiera madar lo que tu sientes o quisierasdecirlo a la persona que te interesa y mi frase es:
"nunca digas que prefieres estar sola porque cada uno de nosotros depende y requiere de todos"